Muchos de nosotros nos hemos convertido en inquisidores de lo que hacen los demás; de quienes tenemos más o menos cerca y, por supuesto, de quienes son figuras públicas. Opinamos y descalificamos sin ningún respeto e incluso sin tener muchas veces suficiente información como para hacer valoraciones, contribuyendo con ello no sólo a su desprestigio, sino también a calentar el ambiente para que otros, siguiendo nuestros pasos, se sumen a las críticas.
Y nos quedamos tan a gusto. Y no nos remuerde la conciencia, entre otras cosas, porque «despellejar» a otros casi se ha convertido en el deporte nacional: es una práctica tan habitual que la vemos normal e incluso correcta. Es lo que hay.
En mi opinión es importante que tengamos criterio; criterio para tener meridianamente claro qué está bien y qué está mal. Y que siempre nos planteemos si las cosas son correctas o no, sin dejarnos llevar. Porque por el mero hecho de que una práctica esté socialmente aceptada no significa que esté bien. Y si algo no está bien y lo sabemos, no debemos hacerlo; debemos optar, más bien, por ser valientes y saber ir contra corriente, aunque nos cueste más de un disgusto.
En ocasiones nosotros no somos los promotores de las críticas destructivas en torno a alguien, y nos encontramos ahí, sin haberlo buscado, en mitad de la conversación. Lo mismo da si es una conversación presencial o si se trata de una conversación en twitter o vía whatsapp; igual de dañinas pueden ser. En mi opinión, lo ideal en esos casos es tratar de parar las balas. Si no nos es posible, mantenernos al margen suele ser una buena opción.
Cuando nos sorprendamos a nosotros mismos hablando mal de otras personas a sus espaldas también podemos tratar de analizar qué hay detrás de esa crítica nuestra, siendo sinceros con nosotros mismos. ¿Será que nos falta valor para ir contra corriente? ¿Será acaso que en el fondo sentimos envidia de esa persona a la que criticamos? ¿Será …?
¿Qué es lo que sí debemos hacer cuando tenemos claro que otro no se está comportando como debería?
En mi opinión, hay tres recetas de andar por casa, muy prácticas, que nunca fallan:
La primera es que todo aquello que tengamos que decir de otra persona debemos hablarlo siempre que sea posible, en primer lugar, con esa persona. Frente a frente. Y, si puede ser, a solas.
Las críticas, para ser buenas, deben ser constructivas, deben ser hechas desde el respeto y deben también ser hechas con la voluntad de ayudar al otro a mejorar. Su contenido, de primeras, puede hacer daño o molestar a quien lo recibe. Pero es algo bueno para él. Buenísimo. Porque puede ayudarlo a crecer si sabe hacer un buen uso de ellas.
La segunda receta, relacionada con la primera, es no hacer nunca ningún comentario por detrás de una persona que no nos atreveríamos a decirle a cara descubierta; que es muy fácil envalentonarse a las espaldas de los demás: y ya si aprovechamos el anonimato de grupos o de las redes sociales, ahí ya sí que somos capaces de crecernos casi sin límites.
La tercera receta es del Evangelio. Es un «comodín» que vale prácticamente para todo y nunca, nunca, nunca falla: «Todo lo que queráis que haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella; pues esta es la Ley y los Profetas». (Evangelio Mateo 7, 12). Así de simple. Así de práctica. Así de profunda. Porque esa aparente sencillez encierra una invitación a que miremos por los demás como si de nosotros mismos se tratara, a que hagamos de sus problemas los nuestros y de sus alegrías, también las nuestras.
La imagen es de Olichel en pixabay