Autora: Carmen Agúndez Lería
Cuatro ingenieros llegábamos un viernes por la tarde a Barajas, nerviosos por viajar juntos en nuestra primera vez a África. Teníamos alta incertidumbre en cómo se iba a desarrollar el tema. Lo único que estaba bien claro es que íbamos a dar cursos de formación sobre energías renovables e instalaciones eléctricas en un lugar llamado Kumbo, a gente bastante mayor que nosotros, en otro idioma y en otra cultura.
Conforme íbamos pasando por las distintas etapas de nuestro viaje algunas de nuestras preguntas se iban resolviendo. El cómo serán físicamente, tuvo respuesta rápidamente, al coger el vuelo de Casablanca- Duala y verles a todos encajonados en los pequeños asientos del avión. Ahí pudimos comprobar que toda la raza negra era por los menos dos veces más grande que la nuestra. Esto sólo hizo que nuestra emoción comenzase y que la melodía de las risas que nos iba a acompañar durante todo nuestro viaje comenzase a sonar.

Llegamos a Duala a las 5:00 de la mañana, recibiéndonos una ola de bochorno y una noche tan cerrada que surgieron grandes dificultades en distinguir a nuestro conductor. La única información que teníamos de Bruno era “Es Superman, con él estaréis más protegidos que en una cuna”, así que una vez con él nos sentimos sanos y salvos y pusimos rumbo a Widikum, al hospital de Saint Joseph.
Las 11 horas que estuvimos en el coche nos hacían preguntarnos si realmente, la tan deliciosa tortilla de patata que nos esperaba de Sor Antonia merecía la pena. Nuestra tez blanca hacía que fuésemos el coche más atractivo para cualquier control policial, nuestro pasaporte nunca había sido tan observado.
Pero tantas horas dan para mirar mucho. Taladrábamos todo por lo que pasábamos con nuestros ojos. Camerún nos enganchó sólo con poder contemplarlo a través de la ventanilla de una pickup. No se sabe si fue esa tierra roja, esas casas de adobe con paja o de costeros con chapa si eran lujosas, esa manera de conducir tan caótica, esos socavones tapados con plantas en la carretera o esa gente que aún desde la lejanía de su porche parecía tener tiempo de mirarte y saludarte.
Así llegamos a Widikum, asquerosos, demacrados y piando por una ducha -24 horas de viaje con un buen calor y sin un baño no daban pie a mucha higiene-. El hospital que tenían las hermanas fue un oasis. Una casita impecable con nuestras camas hechas, una ducha y sobretodo, una sonrisa de acogida que hizo que tuviésemos la sensación de que ése llevaba siendo nuestro hogar desde hace mucho tiempo.
Tras una preciada hora de aseo personal pudimos parar a contemplar el entorno idílico que nos rodeaba. Las montañas abruptas decoradas con bosques espesos de plataneras, palmeras y lianas hacían que pareciese que nos habíamos metido en medio del rodaje de una peli de ciencia ficción. Poco a poco fue cayendo la noche, para dar paso a un cielo plagado de estrellas, mirándolo, sólo pedíamos por favor, que consiguiésemos llevar a cabo dignamente nuestra misión, que consiguiésemos aportar nuestro pequeño granito de arena a este enorme país. Y de esta forma, cerramos nuestro primer día en tierras africanas.

Al día siguiente pusimos rumbo a Kumbo tras una misa de dos horas que en algún momento de su ceremonia se parecía más a una fiesta que a otra cosa y tras nuestra primera aportación como ingenieros revisando una instalación de placas fotovoltaicas. La adrenalina nos subió por el cuerpo sólo con poder tocar cables.
Kumbo es la región del Noroeste de Camerún, el paisaje se asemeja bastante a Asturias, pero con grandes cascadas y montañas. Las vacas varían ligeramente, ya que tienen unos cuernos como los de los búfalos y unas jorobas que nada tienen que envidiar a la de los camellos.

La granja donde dábamos el curso estaba separada 10 km de la ciudad por una pista/barrizal que hacía que el coche se convirtiese en un parque de atracciones ambulante. Ahí nos recibió el equipo de Shumas con los brazos abiertos, nuestro grupito de 16 estudiantes que la mayoría de nosotros todos éstos nos doblaban la edad, y un frío que cualquiera hubiese dicho que estábamos por Escocia.
Nos llevaron a nuestras habitaciones, cuyo principal elemento decorativo eran las arañas por las esquinas. El único pensamiento que se nos pasó cuando nos metíamos en la cama esa noche era “quién demonios me ha mandado aquí, con lo bien que estaría pasando mis vacaciones en la playita” Pero a la mañana siguiente, todo empezó a cobrar sentido.

La ilusión de los estudiantes y sus preguntas respondía poco a poco nuestra vocación de ingenieros. Ninguno de los alumnos tenía acceso a la electricidad en sus “comunidades”. Las comunidades, como lo llaman ellos, son pueblos de 1000 o 1500 personas. Ellos habían sido los elegidos para formarse y poder llevar a su vuelta, un proyecto de electrificación bajo el brazo. Saber que nosotros seríamos capaces de cambiar esa situación hizo que experimentásemos el sentido que tenía nuestra carrera de ingeniería, que por fin consiguiésemos cumplir el sueño de mejorar tangiblemente la calidad de vida de las personas.
Nuestros compañeros de mesa nos comentaban que cada día les parecía mejor que el anterior, ver una turbina hidráulica o medir la tensión de unas placas fotovoltaicas les hacía comprobar que su ilusión de llevar la luz a su hogar era algo que podía ser real. Creo que nunca un profesor podrá sentirse tan realizado como nos sentimos nosotros con ellos. Se quedaban a estudiar en los descansos, en las comidas nos preguntaban dudas. La agilidad de pensamiento que tenían era espectacular, habían conocido la ley de Ohm el día anterior y ya sabían diseñar una instalación eléctrica.

Así, sin pausa pero sin prisa, con el ritmo característico de este país marcado por una puntualidad de más menos dos horas, nuestro curso de formación llegó a su fin. Nunca se dio más en tan poco, hidráulica, eólica, fotovoltaica, biogás, instalaciones y cuadros eléctricos… En esa convivencia respondimos a la pregunta de cómo serán humanamente. Dándonos cuenta de la grandeza espiritual que existía en sus corazones, la inteligencia natural y la ilusión con la que llenaban cualquier actividad.
En la última noche, pudimos todos pararnos a reflexionar y a compartir. Creo que la palabra gracias pintaba las paredes de la sala. En nuestras cabezas resonaba la letra de Luis Guitarra, “Sois la luz que tiene que alumbrar”, preguntándonos, ¿realmente habremos conseguido alumbrar una región más del mundo?
Y así volvimos a emprender nuestro viaje de regreso a Madrid. Con 16 horas de coche, 7 de vuelo y unas cuantas más de escala, pero con un equipo formado por gente diferente. Habíamos evolucionado de compañeros de trabajo a compañeros de proyectos de vida. Creo a cada uno de nosotros cuatro se nos planteó un buen coctel de emociones al llegar a nuestra ciudad.
Parecía extraño la luz de las farolas, el casco en las motos, el camión de la basura, el asfalto y el olor de gente aseada por el metro. Pero lo que, sin lugar a dudas, se hacía más extraño era el ritmo desenfrenado de la gente por las calles. Faltaba esa tranquilidad que habíamos experimentado, que permite tener ojos que no sólo ven, sino que miran a los demás.
Carmen Agundez
Voluntaria de la Fundación Ingenieros ICAI en el proyecto Kumbo

Carmen, enhorabuena para ti y tus amigos. Habéis tenido una vivencia extraordinaria, de esas que dejan una pequeña marca que dura toda la vida. Un saludo muy cordial.