Mucho se habla hoy sobre el propósito de las empresas y las ONG: su razón de ser, su misión, eso que equivaldría a algo así como su alma, eso que les da sentido y que permanece invariable con el paso del tiempo.

En nuestro rol como personas particulares, como ciudadanos, cuando escogemos una empresa u organización en la que trabajar, buscamos -consciente o inconscientemente- un alineamiento entre su propósito y lo que a nosotros nos mueve. Para poder sentirnos cómodos allí. Para poder dedicarle con gusto tantas horas como sabemos que le vamos a dedicar. Para poder defenderla y liderarla como nuestra.

En nuestro rol como parte de una institución, como el propósito suele ser un concepto elevado y algo abstracto, lo aterrizamos para acercarlo al día a día de las personas que trabajamos en ella. Ese aterrizaje con frecuencia lo hacemos:

  • A través de una planificación estratégica o, cuanto menos, unas líneas estratégicas, que suelen revisarse cada tres años.
  • Fijando unos objetivos, normalmente anuales.
  • Elaborando un plan de acción muy concreto, que facilite el alcanzar los objetivos establecidos.

Y así conseguimos que todas las personas del equipo, cada una desde la posición que tenga, trabajemos remando en una misma dirección, orientada a la meta a la que la institución se ha propuesto llegar.

Pero esa forma de trabajar, a la que estamos tan acostumbrados tanto en el mundo de la empresa como en el de las ONG, y que tan útil resulta para dirigirlas a buen puerto, rara vez nos la llevamos al ámbito personal:

¿Tenemos claro cuál es nuestro propósito en la vida? ¿Sabemos qué clase de personas nos gustaría llegar a ser? ¿Tenemos claro qué es lo que nos gustaría ver cuando, ya al final de nuestra vida, volvamos la vista atrás?

Es importante -importantísimo- hacer ese ejercicio. Porque si no lo hacemos iremos como barco sin timón, a la deriva, arrastrados por las corrientes y las modas de turno. Dejándonos llevar. Sin ser realmente dueños de nuestra vida.

Se trata de una reflexión imprescindible.

Una vez sabido, tendremos que analizarnos a nosotros mismos. Frente al espejo, y desde la sinceridad total, tendremos que analizar dónde estamos: ¿cuál es nuestro punto de partida?

Y a partir de ahí, al igual que hacemos en nuestras empresas y nuestras ONG, tendremos que marcarnos objetivos y un plan de acción de los que vayamos haciendo seguimiento. Para que los pasos que vayamos dando en la vida – en qué trabajo, qué pareja elijo, qué amigos voy escogiendo, en qué gasto mi dinero, a qué dedico mi tiempo libre, cuál es mi actitud hacia los demás- estén orientados en la dirección correcta.

Tener claro nuestro propósito también nos obligará a tomar decisiones difíciles. Porque, en la medida en la que nos sea posible, debemos sacar de nuestra vida todo aquello que nos impide llegar a ser la clase de persona que queremos llegar a ser.

Pero merece la pena. Mucho.

«Ningún viento es favorable para el que no sabe a dónde va».

Séneca

La imagen es de PublicDomainPictures en pixabay

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